A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

martes, 3 de marzo de 2009

Sigamos

Alguien preguntó en algún momento, quién estaría encargado del blog. Alguien propuso que este blog continuara vivo. Y así será.
Actualmente soy quien tiene posibilidad de mantenerlo y de publicar. Desde aquí, quiero invitar a todos aquellos que deseen seguir con esta tarea, en nombre de Fernando.

Por favor, comuníquense por mail conmigo para poder concretar ese sueño. Sin miedo, que no es difícil y queda mucho por hacer!

Fernando seguirá entre nosotros, con su sonrisa y humildad, con su valentía y serenidad, con sus ganas de hacer y de ayudar.

lunes, 2 de marzo de 2009

Se fue



Fernando se fue. Nos dejó sin palabras. Sin dibujos.
Estás bien. Nosotros, tus "bárbaros" te vamos a extrañar.

Cecilia, en nombre de quienes te querremos siempre.

lunes, 31 de marzo de 2008

De Curuzú a Claypole


Loj otro´ días estaba yerbe-ando debajo del paráiso, pronto. Y tenía el aire ´condicionao prendido por los brutos calores, ch´amigo… Ja! No viá tener aire condicionao, no sí no! Tengo dos pavo´ riale´ machos que le modestiqué y lej enseñé para que me apantallen, canejo! Y la verdá, andaba medio arhel, medio enculáa, hablando así… como se dice. Más que naa por este asunto del campo, pronto. Que las detencionej a loj esportadore´, que los piquete a los turismo, que los camionero´ aura ruempen hu-elga. Qué sé yo cuánta ñorairó, pelea´ inútiles!
Y enderrepente recibo esta foto que no´ sacaron con los agüelos del hogar en Claypole. Ahí me cambió el ánimo, ch´amigo! Me di cu-enta que teníamo´ que estar cerebrando la pascua de surresu, de recisu, de susurru, de resurru…Güeno, que Cristo está vivo, canejo! La esperanza de un mundo y una vida mejor se renovaron. Él está presente en esos agüelo´ y en tanto otro hermanos. Ellos nos permiten costruir y vivir el reino ´e Ñande Yara acá y ahora, ch´amigo. Así que esta vi-eja les dice: Déjense de peliar y tiren too pa´l mesmo lao, canejo!

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juicio Sumarísimo

Éste es el último de los nueve relatos de “Mi familia y otros bárbaros” Un poco de Historia, crítica social y un salvajismo que cada vez sorprende menos…

Juicio sumarísimo

Muchos despotrican contra los Planes Trabajar por considerarlos herramientas electoralistas y sostienen que la gente necesita trabajo genuino. En esto hay bastante de cierto. Pero enseguida doblan la apuesta y aseguran que el argentino es vago y proclive a la dádiva antes que a sudar la frente. ¡Ya se les fue la mano, Muchachos!
De generalizar, debiéramos hacerlo en sentido contrario: la abrumadora mayoría de los argentinos sabemos de poner el lomo y el ingenio para salir adelante a pesar de todo y de todos.
Cuando en 1806 el general Beresford asumió con su banda el control temporario de Buenos Aires, nombró administrador de la Aduana a un tal José Martínez de Hoz, que se apresuró a reducir los derechos de importación para los productos británicos. Ciento setenta años después, el general Videla nombraría como ministro de economía a otro tal José Alfredo Martínez de Hoz, que inició el proceso de desindustrialización más furibundo de la historia del país, cuyos efectos devastadores llegan hasta nuestros días y una de cuyas consecuencias indirectas son los Planes Trabajar.
Se me dirá que simplifico demasiado. Bueno, no pretende ser éste un ensayo sobre economía ni mucho menos. Juzguen los entendidos cuán erradas son estas aseveraciones, mientras entramos en el cuento.
A cambio de los planes recibidos, a un grupo de vecinos del parque de Lomas de Zamora se les había asignado el desmalezamiento del Arroyo del Rey. Varios eran correntinos que habitaban un asentamiento ribereño; otros, porteños, eran oriundos de los barrios aledaños.
Además del histórico y en muchos casos justificado resentimiento del interior hacia los citadinos bonaerenses – incluidos todos los habitantes de la ciudad puerto, sin mayores distingos -, se conjugaban otros factores para que los litoraleños de esta narración acrecentaran su pica, en especial, contra Prudencio, uno de los compañeros proveniente de un barrio vecino.
El muchacho cobraba una categoría más alta que los macheteros correntinos; sólo se encargaba de afilar las herramientas y rastrillar los yuyos. Y, para colmo, se rehusó a contribuir con la vaquita diaria para comprar vino ni a compartir las rondas de mate o alcohol antes, durante ni después de la faena.
Poco a poco, se fue granjeando Prudencio la antipatía del grupo y el encono muy particular de Egidio Varela, que, en vengativas euforias etílicas, salpicaba sus ácidas críticas al “porteño bueno para nada” con sombrías amenazas de degüello, acicateado por los sapucai de sus coterráneos.
Prudencio no ignoraba los comentarios hostiles; directamente ignoraba a quienes los proferían. Pero cuando un día lo increparon respondió que denunciaría ante el capataz las borracheras ajenas si lo seguían molestando. Esto desencajó a los correntinos. “¡Aparte de vago y miserable, había sido alcahuete el porteño!”, sentenció Varela una tarde y su encono tomó forma de conspiración.
A la mañana siguiente, se juntaron temprano en el boliche de siempre para tomar unas grapas y llevar a cabo un juicio sumarísimo. Consistió en la exposición por parte de Varela ante sus comprovincianos de los motivos por los que el afilador de machetes y barrendero debía ser degollado.
Simón el bolichero presenció atónito la acusación y horrorizado el fallo condenatorio del jurado en copas.
Pero si bien Varela logró el apoyo unánime de sus compañeros, no quiso ejecutar la sentencia sin escuchar el parecer de Ortiz, un compadre grande como un ropero, y cuyo porte le daba autoridad dentro del grupo.
Cuando abrió la puerta del boliche, Varela se puso de pie con un salto de gamo y le planteó el caso: “Che, Ortiz, vos que sos entendido en leye´, ¿qué pensás: le degollamo´ al miserable o no?” El compadre asumió la postura solemne acorde a la dignidad conferida. “Bueno, de acuerdo con el artículo 14..., yo pi-enso que hay que degollarle.” “¡Total no sirve para na´a!” Y continuó pausadamente: “Después le tiramos en el arroyo y le tapamo´ hasta que le lleve la correnta´a.” “¡Nadie le va a encontrar!”
Festejó Varela con un filoso sapucai que desgarró el silencio de la mañana e invitó una vuelta de grapa.
Cuando salieron para el trabajo, el bolichero quedó pensando si sería cierto lo que había oído. Dudó en correrse hasta la seccional Parque Barón para denunciar el hecho, pero desistió por miedo a quedar en ridículo. Probablemente se trataba de bravuconadas de borrachos, nomás.
Como de costumbre, al llegar al arroyo los correntinos no hallaron a nadie. Prudencio nunca arribaba antes que sus compañeros. Pero ese día no tuvieron que aguardar demasiado. Al rato apareció el porteño, trayendo los machetes relucientes y sedientos.
Egidio Varela estaba resoluto y entonado. Tomó su herramienta de un tirón, sin saludar. Mas como no provocó en Prudencio la reacción esperada lo increpó airadamente, los ojos encendidos: “¡Cada vez venís más tarde, Porteño vago!”
Por toda respuesta obtuvo Varela la indiferencia del otro, que encogió los hombros y se volvió, dándole la espalda a su verdugo. Enfurecido, el machetero blandió el arma y lo habría decapitado si el capataz no le hubiera atajado el brazo a tiempo.
Al correntino lo frenaron entre dos para que no volviera a acometer a su víctima; a Prudencio, entre tres para que no se desplomara cuando se le aflojaron las piernas.
Una vez recuperado, todavía blanco como un papel, a Prudencio le permitieron tomarse el día franco. Sin embargo, de camino a casa decidió pasar por el boliche de su amigo Simón para contarle lo sucedido.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Promesas de papel

"Lo que no hará un hincha por el club de sus amores!" A mi querido Racing Club.


Ya eran historia el redoblante que le partiera el rostro al ex presidente que había presentado la quiebra del club y las palabras pronunciadas con odiosa inteligencia por la síndico del proceso: “Racing Club, asociación civil, ha dejado de existir.”
La reacción no se hizo esperar y se expresó de diversas maneras: desde la trifulca con la policía y los rematadores de la sede de Villa del Parque hasta las treinta mil personas que se convocaron en el Cilindro Mágico la tarde en que el equipo no pudo salir a la cancha porque la justicia así lo había dictaminado.
El orgullo futbolero de más de tres millones de hinchas estaba herido. Muchos habrán visto gente llorando en aquellos días. Pero la consigna era: “El sentimiento no quiebra”. Y la presión para lograrlo incluyó manifestaciones, contactos políticos y, por qué no, hasta apelaciones para obtener el favor celestial, promesas alocadas, producto del hondo dolor.
Y fue así que, después de muchas idas y vueltas, una noche de aquel caluroso febrero otra resolución judicial nos hizo volver el alma al cuerpo: Racing estaba autorizado a participar en el torneo clausura.
El domingo siguiente la algarabía se transformó en caravana de varios kilómetros que desembarcó veinte mil personas en El Gigante de Arroyito.
El fervor no se apagó a pesar de la primera derrota. Mientras se siguiera jugando, se seguía con vida. Esto era motivo suficiente de alegría y, también, de cumplimiento de las promesas pendientes.
Dante se aprestó para salir temprano de Lomas. Debería aprovechar al máximo las horas frescas del día ya que hasta Avellaneda tenía un largo trecho, y encima había prometido visitar Pompeya de regreso, lo que implicaba desviarse hacia el Oeste varios kilómetros, un gran esfuerzo para alguien que no acostumbra caminar.
El calor, más las tensiones vividas, más los temores – que recién le habían bajado de la garganta, pasando por el pecho y alojándose en el estómago –, más la ansiedad por no saber si podría cumplir con su palabra, más la emoción de peregrinar a esa albiceleste meca futbolera, todo se conjuró para que Dante casi no pegara un ojo la noche anterior.
Salió para Hipólito Irigoyen alrededor de las siete, cuando todavía circulaban pocos autos por el barrio. La brisa matinal le llenó los pulmones y ganó en confianza. Por su mente pasaban imágenes de glorias de antaño, de penurias recientes y la esperanza se le dibujaba en dos colores en el horizonte: “¡Brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club!”
Iba Dante con una sensación de bienestar casi de ensueño. Sin embargo, tras haber recorrido pocas cuadras por Hipólito Irigoyen sintió un retorcijón, que desestimó culpando a alguno o todos los desvelos mencionados. Pero cuando el siguiente viboreo intestinal fue acompañado de una sudoración fría se preocupó sobremanera: en medio de la semi-desierta avenida principal, a esa hora de la mañana, con la mayor parte de los negocios cerrados, ¡se estaba cagando!
Desesperado, apresuró el paso en busca de un baño y sintió gran alivio al divisar una YPF, el cartel que indicaba “CABALLEROS” y mayor alivio aún, segundos después, al sentarse en aquel trono público.
Era cosa de Mandinga, pensó, que había metido la cola para aguarle, mejor dicho, aflojarle la fiesta. Despotricó contra los “cosos de al lado”, sin moverse del trono, hasta que se sintió listo para retomar la caminata. Entonces, instintivamente miró hacia una pared lateral, hacia la otra, hacia el frente, hacia el piso, hacia el techo, ¡hacia el cielo! ¡No había papel!
Por un instante lo dominó el pánico, pero pronto se recompuso y trató de agudizar el ingenio. Y al final halló la solución: “A falta de papel, buenas son las medias”, se dijo resignado, mientras se desataba el cordón izquierdo...Lavó cuidadosamente la media y se la calzó, mojada, otra vez en el pie.
Superado este percance – una nimiedad para cualquier estoico académico – encaró Dante la avenida con gran determinación. Y, a pesar de que el sol comenzaba a azotarlo, las cuadras fueron quedando atrás y, poco a poco, al acercarse a destino, se fue contagiando de la euforia de supervivencia que por entonces embargaba a los racinguistas. Al llegar a los Siete Puentes, divisó el mástil y el corazón le latió más fuerte – no por el esfuerzo – y le corrieron algunos lagrimones.
Cumplida la mitad de la promesa, y recuperado en parte, emprendió Dante la segunda etapa de su peregrinaje. La más ardua, porque a esa hora cercana al mediodía febrero se imponía despiadadamente. El asfalto le abrasaba los pies, ampollándoselos a mansalva; las sombras le eran esquivas; las cuadras parecían interminables; la sed lo agobiaba. Se dio cuenta Dante de que se estaba desmoronando, así que se encomendó a la Virgen, hacia cuya casa se encaminaba, y redobló sus esfuerzos, azuzándose con la marcha que cada domingo eriza la piel de miles de hinchas: “¡Ésta es la número uno, que te sigue a todas partes; siempre con sus estandartes y un grito en el corazón: ´Racing campeón, Racing campeón!” Y al final alcanzó Pompeya.
Agradeció profundamente por los beneficios deportivos recibidos y también por la fuerza que le estaba permitiendo corresponder la intercesión mariana. De paso, solicitó la yapa de un empujoncito para volver a casa. Al salir del templo, se tentó a meter “las patas en la fuente” – improvisando un 17 de octubre – pero pronto desechó la idea ya que semejante herejía podría costarle la perdición personal y la del club de sus amores.
No tardó en tomar conciencia de que, si antes el calor le abrasaba los pies, ahora el sol lo abrasaba todo en un abrazo mortal. Pensó en tomar un remisse – otra tentación. Otra vez el diablo metía la cola. “¡Mandinga y esos amargos “cosos de al lado!” “¡Las promesas se cumplen!”, se increpó en voz alta y arremetió con la energía restante hacia Banfield, donde vivían sus padres. Retomó el grito de guerra para infundirse coraje: “¡En el este y el oeste, en el norte y en el sur, brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club! ¡Y la Acadé, y la Acadé!”
Sintió como si le clavaran agujas en los pies. “¡Ésta es la numero uno, que te sigue a todas partes!” La lengua se le secaba. “¡Siempre con sus estandartes y un grito en el corazón: ´Racing campeón, Racing campeón!” Le pareció que le bajaba la presión. “¡En el este y el oeste, en el norte y en el sur!” Tuvo otro retorcijón. “¡Brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club!” Y otro – ¡pero, si estaba casi en ayunas! - ; y la sudoración fría - ¡pero, si se estaba deshidratando! ¡Un segundo desahogo intestinal era inminente!
Esta vez creyó que no lo lograría. Apretó las...pocas fuerzas que le quedaban y ensayó un trote admirable dadas las circunstancias. Ya no cantó para mejor concentrarse. Mantuvo el paso a pesar de que cada viboreo intestinal lo estremecía. Sudaba a mares – ora caliente, ora frío...
Cuando dobló en la esquina de su infancia se jugó a todo o nada. A esa hora, era una fija que se dormía la siesta. Si no lo oían, estaría perdido. Golpeó con tanta vehemencia a la puerta, que la madre se asomó por la ventana, aterrorizada. Mas se tranquilizó en parte al ver de quién se trataba. Aunque no entendía la premura, se apresuró a abrir. Como un torbellino Dante se dirigió al baño; no se detuvo ni para saludarla, la desesperación dibujada en el rostro. Ante el azoramiento de la madre, sólo alcanzó a preguntarle: “¿Tenés papel en el baño, Mamá?”

lunes, 6 de agosto de 2007

Communicate

When winter makes me take shelter, I will often resort to the service of Communion to the Sick the Church offers those who cannot attend Holy Mass. Acting upon priests´ mandate, lay Eucharist ministers visit us every Saturday, and after a moment of prayer they administer the consecrated host. Thus, many believers feel spiritually comforted and uplifted on receiving the body and blood of Jesus.

As it happens, my brethren’s visit usually coincides with the showing of the Argentine films of the forties which are broadcast by channel 7 on Saturday evenings. The Local Cinema series takes you back to times that were – I will not say better times but – promising. Black and white was in the tape; colour, in the hearts and minds of those who lived that period. Therefore, these films are a must to Nonna and me. And we only interrupt them for a while, when the TV set is switched off to try and create a favourable atmosphere and set our hearts ready.

However, in our case this is not easy at all. It should be expected that, if such liturgical innovations as celebrating Mass in a language other than Latin are unintelligible to Nonna, she will find it even more difficult to understand that you take Communion at home and from a person who is not wearing cloth. Let me add that all this, together with the film interruption, causes Nonna to be ill-disposed towards our visitors, and that, therefore, she enthusiastically hopes their stay will be short. In this context, some memorable situations have taken place.

One day, Nonna decided to join us in saying an Our Father, only she spoke her dialect at her own pace, with such accurate lack of synchrony that I imagined Jesus listening to our awkward prayer and smiling a smile as big as his heart.

On the following Saturday the same rite, but when, after our bilingual prayer, the minister stood opposite me and I was about to take Communion, one of Nonna´s sighs could be heard from behind and a popular maxim: “Whatta can you do! We´ve gotta make it through wintera!” To what the astounded minister, host in hand, only managed to reply: “Oh, yes…that´s right.”
Then she told us she liked joining us in prayer, though she would rather not “communicatte”, i.e., receive the sacrament.

Several normal weekends went by, until one Saturday I was about to take Communion when Nonna solemnly announced: “Todaya, I´d lika to communicatte, too!” She was asked to wait and they explained to her that, not having received this sacrament for a long time, it would be better if she spoke to the priest first, to practise the sacrament of Confession or Reconciliation. All this the minister said very politely, trying to make it clear he was not censuring her, but rather that that was the logical procedure. Far was the minister from meaning to consider Nonna a hardened incorrigible sinner. But he succeeded.

“Whatta on eartha d´you meana?” “I always minda my owne businessa; I never slaga anybody offa; I donna swear or wishe no evil to nobody. I donna needa to talk to the prieste ´cos I donna have any mortale sins. The little thingse anybody has, maybe. But not mortale sins, no Sira!”
There was no point in trying and stop her hurt and hurtful verbosity. Vain were all our attempts to clarify the misunderstanding. The bigger our efforts to straighten it out the more tangled it became.
Once we were on our own again, little by little, Nonna started to calm down. To change the subject, I proposed seeing the end of the film, but it had already finished. Then she fired her parting shot: “Well, in the enda, this overpious creeppa didn´t allowa me to communicatte or leave us alone to see the filme!”

La carpa de la discordia

Llegamos a la Ría Ajó en General Lavalle pasado el mediodía. En vacaciones se trastocan los horarios, y a pesar de que habíamos llevado las cañas la pesca era la excusa para sentarnos unas horas junto al agua, tomar mate con amigos, divertirnos un poco y pegar la vuelta al anochecer. También aprovechamos para aprender a armar la flamante carpa estructural que mis padres, en una etapa de pasión campamentista, habían comprado aquel verano.
Salió a recibirnos don Fausto Farías, dueño de un boliche ribereño, y enseguida nos hizo estacionar debajo de sus talas, al lado de un sinfín de carpas de tipo iglú, lo que implicaba que estaba repleto de coreanos y que habría buen pique, ambos hechos indisociables el uno del otro.
En cuanto a los hermanos orientales, diré una verdad de perogrullo: forman una comunidad muy cerrada con contactos externos puntuales en casos de necesidad extrema. En lo que a nosotros respecta, nobleza obliga, debo confesar que, por lo general, su aislamiento no nos desagrada ni nos esforzamos por romperlo. Pero estas afirmaciones vienen a cuento precisamente porque lo sucedido aquella tarde dio por tierra con ellas, o casi.
Antes de avanzar desearía expresar mi profunda admiración y respeto por los autodidactas natos, capaces de lidiar con cualquier intríngulis y a puro ingenio solucionar todo contratiempo.
Lamentablemente, nadie en mi familia ni ninguno de nuestros amigos – por lo menos los presentes esa tarde – formamos parte de esta elite. Por el contrario, las mínimas complicaciones nos entorpecen; los más insignificantes acertijos nos confunden; los más simples misterios de la vida nos atosigan hasta la desesperación. Ninguno de nosotros debiera osar cambiar una lamparita ni programar una videograbadora, por ejemplo, ni siquiera utilizando el instructivo. ¡Mucho menos, entonces, debiéramos atrevernos a armar una carpa estructural!
Entre varios sacaron la lona, estacas, piolines y caños y cañitos de toda laya. Como suele ocurrir, no faltó quien declamara sus dotes de ingeniero. Pronto puso manos a la obra, dando un fugaz vistazo al plano maestro, asignando tareas subalternas, frunciendo el entrecejo de a ratos, imaginando cómo aquella pila de fierros iría moldeándose gracias a sus directivas.
Sin embargo, al ver que los minutos transcurrían sin que el cañerío infernal tomase forma alguna, el orden jerárquico se fue desmoronando y los subalternos quisieron tomar la posta. Total que pasados algunos instantes todos sostenían una parte irreconocible de la estructura, yendo de acá para allá, intercambiando órdenes y piezas sin ton ni son. Eso sí, a voz en cuello y a mandíbula batiente.
Y debe haber sido una escena digna de los hermanos Podestá porque, cuando nos dimos cuenta, las risotadas se habían contagiado a los iglúes vecinos e iban acompañadas de comentarios ininteligibles.
Fue entonces que se produjo un hecho de confraternización admirable. Uno de los coreanos, en cuclillas y con una taza metálica en la mano, observaba sonriente a nuestra compañía circense improvisada. De pronto, se incorporó dificultosamente y con andar agarrotado se adelantó hasta el centro de la escena.
Ante la sorpresa de propios y extraños, comenzó a estudiar el plano maestro con profundización oriental. Tenía los ojos achinados más de lo natural – y valga el capricho idiomático. El paso poco firme y la vista enrojecida dejaban entrever algunos tragos de más.
Nosotros, entre el desorden y el asombro, dejamos de lado los prejuicios iniciales y lo aceptamos como supervisor de la obra. Después de todo, fue él quien rompió la barrera étnica y quizás hasta resolviera el problema.
Digamos que la barrera étnica la había roto, pero que la lingüística era infranqueable. Sus monosílabos eran coreano básico – por no recurrir otra vez a sus vecinos asiáticos.
Comenzó a moverse a pasos cortos entre los armadores con instrucciones breves, precisas y confusas: “¡Cambio!” “¡Cambio!”, le gritaba a uno. “¡Pone lalgo; saca colto!”, le indicaba a otra. Esto provocó pícaras respuestas, en cuyos detalles prefiero no abundar.
Pasaron varios minutos hasta que nos dimos cuenta de que la tan afamada sabiduría oriental no anidaba en el cerebro de nuestro supervisor, a menos que se encontrara aturdida en una nebulosa etílica.
Poco a poco, algunos abandonaron la empresa, armaron las cañas y permanecieron como divertidos espectadores mientras intentaban mejor suerte con la pesca.
Pero si la sabiduría no había favorecido a este coreano, justo será aclarar que sí estaba dotado de la ancestral perseverancia. Pues seguía arengando a los cada vez menos armadores y hasta tironeando de los caños para demostrar cómo debía ensamblarse la estructura. “¡Mete glande; saca chiquito!” “¡Cambio!” “¡Cambio!” Y de nuevo el doble sentido disparaba las carcajadas del grupo, que a esta altura estaba más entretenido con el caótico inspector de obra que preocupado por no poder armar la carpa.
Para tranquilizarlo, una de mis amigas hizo el gesto de dormir y trató de explicarle que nos iríamos al caer el sol. “No, no dormimos acá.” Pero fue inútil. Se alarmó al entender, creo, que no teníamos dónde pasar la noche, y decidió estrechar los vínculos aún más. “¡No pleocupar!”, anunció, sosteniendo un par de caños, y volvió a tomar el plano. Cerró los ojos, para visualizar algo o concentrarse, se me ocurre. Pensamos que se quedaría dormido de pie. Siguieron breves instantes de silencio y risas contenidas. Y cuando los abrió: “¡Cambio!” “¡Cambio!” “¡Saca tuyo chiquito; pone mío glande!”
Explotamos en desternillante catarsis que dejó a varios doblados en el piso. Esto marcó el final de la confraternización, ya que el oriental, visiblemente ofendido, soltó los caños y se retiró a su iglú.
Y así pasó el resto de la tarde: borriquetas, mate con facturas y más carcajadas con cada racconto del ensamble fallido.
Mientras los vecinos, con rostros adustos, comentarían - suponíamos – en indescifrable guirigay las desventuras de su frustrado paisano.
Cuando llegó el crepúsculo – momento paradisíaco en General Lavalle – juntamos los bártulos para emprender el regreso hacia Mar de Ajó. Y al arrancar la camioneta y pasar junto al campamento vecino saludamos al coreano que había intentado ayudarnos. Él estaba otra vez en cuclillas, con la taza metálica en la mano, mirando la puesta de sol. Al oír la bulla, se volvió hacia nosotros y contestó el saludo, cerrando el puño y extendiendo el dedo cordial en inequívoco gesto universal vindicatorio.